Sante de Urbino Brancoisini, Beato
Hermano profeso franciscano, del que no sabemos con exactitud el
año en que nació ni el año en que murió.
En su juventud, noble estudiante y militar; luego, en el
convento, maestro de postulantes y hermanos laicos, cocinero y hortelano,
o dedicado a otros humildes menesteres. Destacó por su vida
penitente y oculta a los ojos de los hombres, en
la intimidad del retiro y en el trato continuo con
Dios.
La vida del Beato Sante de Urbino ofrece admirables contrastes. Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida más tarde con el nombre de Giuliani, morirá como humilde hermano lego en el seno de la familia franciscana; y el hombre que en los umbrales de la vida manejó la espada para ejercer el derecho de legítima defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que una pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor.
Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos por la piedad e inocencia de costumbres, a la par que por su inteligencia despejada y por los rápidos progresos que hizo en las ciencias y en las artes humanas.
Sintió especial atractivo por la carrera de las armas y se prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de idea y de género de vida; la Providencia le tenía destinado un lugar humanamente más humilde, pero de realidades mucho más espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino le sobrevino a consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió cuando contaba unos veinte años de edad.
La vida del Beato Sante de Urbino ofrece admirables contrastes. Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida más tarde con el nombre de Giuliani, morirá como humilde hermano lego en el seno de la familia franciscana; y el hombre que en los umbrales de la vida manejó la espada para ejercer el derecho de legítima defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que una pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor.
Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos por la piedad e inocencia de costumbres, a la par que por su inteligencia despejada y por los rápidos progresos que hizo en las ciencias y en las artes humanas.
Sintió especial atractivo por la carrera de las armas y se prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de idea y de género de vida; la Providencia le tenía destinado un lugar humanamente más humilde, pero de realidades mucho más espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino le sobrevino a consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió cuando contaba unos veinte años de edad.
Penitencia por un homicidio
involuntario
Un día, por motivos y en circunstancias que la historia desconoce, se encontró frente a frente con su padrino que, armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su propia espada, y más ágil sin duda que su contrario, trató de reducirlo, para lo cual le hirió en la pierna. Sin embargo, a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días después.
En realidad, nuestro joven no era culpable, pues se había limitado a rechazar al injusto agresor; sin embargo, experimentó por ello tales remordimientos que determinó abandonar el mundo y el brillante y lisonjero porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse enteramente al servicio del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones.
La Orden Franciscana le pareció la más conforme con las aspiraciones de su alma, que no eran otras que vivir vida penitente y desconocida de los hombres, en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios.
Un día, por motivos y en circunstancias que la historia desconoce, se encontró frente a frente con su padrino que, armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su propia espada, y más ágil sin duda que su contrario, trató de reducirlo, para lo cual le hirió en la pierna. Sin embargo, a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días después.
En realidad, nuestro joven no era culpable, pues se había limitado a rechazar al injusto agresor; sin embargo, experimentó por ello tales remordimientos que determinó abandonar el mundo y el brillante y lisonjero porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse enteramente al servicio del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones.
La Orden Franciscana le pareció la más conforme con las aspiraciones de su alma, que no eran otras que vivir vida penitente y desconocida de los hombres, en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios.
Ardientes deseos de austeridad
Al hablar del hermano Santos, nos dicen sus historiadores que desde los comienzos se distinguió por su santísima vida y que muy presto adelantó en perfección a los más fervorosos. Se ha dicho que ayunar a pan y agua es llevar la penitencia al último grado; pues bien, Santos fue más lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar un bocado de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y frutas en la cantidad absolutamente indispensable para conservar la existencia.
Llevado de los ardientes deseos de austeridad que llenaban su alma, suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos dolores en su cuerpo, y en el preciso lugar en que había herido a su adversario, el recuerdo de cuya muerte no se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego de su siervo, el cual tuvo que soportar, hasta la muerte, las molestias de una dolorosísima úlcera, aparecida en el muslo, sin que, humanamente hablando, nadie pudiera explicar su origen. Cuantos medios tomaron los superiores para curarle o al menos aliviar al paciente, resultaron inútiles.
Cinco siglos han pasado desde entonces, y todavía puede observarse, en el cuerpo incorrupto del siervo de Dios, la señal de aquella llaga que fue para él señal pesadísima, pero muy gloriosa y amada cruz.
El maestro de los novicios legos
Generalmente, ya antes lo hemos apuntado, la vida del hermano lego se desliza en la oscuridad y en el silencio del claustro; incluso sus virtudes parecen tener menos brillo. Sin embargo, Dios quiere a veces colocar la luz sobre el candelero a fin de que su fulgor irradie a todas partes; y fue de su divino beneplácito hacerlo así con fray Santos, cuya magnitud espiritual no podía pasar fácilmente inadvertida.
Fue fácil ver desde el principio que era hombre de Dios, a quien una profunda humildad ponía al abrigo de muchos peligros. Considerándole sus superiores con sólida virtud y suficiente capacidad, no quisieron reparar en la costumbre hasta allí seguida de no conferir cargos a los simples hermanos, y le confiaron la difícil misión de formar en la vida y costumbres religiosas a los postulantes legos en calidad de maestro.
«Así como la verdadera sencillez rehúsa humildemente los cargos -dice San Francisco de Sales-, la verdadera humildad los ejerce sin jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra tuvo exacta realidad en la persona de fray Santos. La confianza que en él habían depositado los superiores, no salió fallida, y lo hubieran dejado en el cargo mucho más tiempo, si su humildad no se hubiera resistido ante el espanto que tal responsabilidad le producía. Suplicó, pues, encarecidamente a los que le habían impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella y la depositaran en otros hombros más fuertes y robustos, ya que él quería trabajar en oficios más adecuados a su condición y a la vida de oración y silencio que, guiado por luz superior, había venido a buscar en el claustro.
Preciosa
muerte
Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida del hermano Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los exigía el servicio de Dios; además, la llaga de la pierna, fruto de ardientes plegarias, le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían para mejorar su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo quería para sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue, pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado.
Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor, en el convento de Santa María de Scotaneto, sito en las cercanías de Montebaraccio, diócesis de Pésaro en las Marcas, lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa. A pesar de la fama y general reputación de santidad de que gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto, en el cementerio común de los religiosos.
Un lirio sobre su tumba
Un lirio de extraordinaria hermosura, que floreció espontáneamente sobre su tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios gozaba. Muchos recurrieron a su intercesión y experimentaron muy pronto los efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, se preparó un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.
Cuando se quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este hecho sorprendente sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del sepulcro lugar de piadosa romería.
El cuerpo del Beato Sante de Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aún después de más de cinco siglos, se pueden mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. En su tumba se conservan dos botellas que contienen bálsamo del que servía para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera labrada por él mismo y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo del cilicio con que afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho.
Seríamos excesivamente prolijos si nos pusiésemos a contar sus milagros. Sólo referimos dos que relatan los historiadores franciscanos sin entrar en pormenores.
Una pobre mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en la cara, que quedó tendida en el camino como muerta. Sus parientes, que acudieron prestos a socorrerla, invocaron confiados a fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la herida.
El segundo milagro lo realizó a favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea de acercarse al sepulcro del santo, apoyó en él la cabeza y quedó instantáneamente curado.
El papa Clemente XIV aprobó, el 18 de agosto de 1770, el culto que desde largo tiempo atrás se le tributaba. Celebrase la fiesta el 14 de agosto.
Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida del hermano Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los exigía el servicio de Dios; además, la llaga de la pierna, fruto de ardientes plegarias, le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían para mejorar su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo quería para sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue, pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado.
Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor, en el convento de Santa María de Scotaneto, sito en las cercanías de Montebaraccio, diócesis de Pésaro en las Marcas, lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa. A pesar de la fama y general reputación de santidad de que gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto, en el cementerio común de los religiosos.
Un lirio sobre su tumba
Un lirio de extraordinaria hermosura, que floreció espontáneamente sobre su tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios gozaba. Muchos recurrieron a su intercesión y experimentaron muy pronto los efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, se preparó un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.
Cuando se quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este hecho sorprendente sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del sepulcro lugar de piadosa romería.
El cuerpo del Beato Sante de Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aún después de más de cinco siglos, se pueden mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. En su tumba se conservan dos botellas que contienen bálsamo del que servía para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera labrada por él mismo y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo del cilicio con que afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho.
Seríamos excesivamente prolijos si nos pusiésemos a contar sus milagros. Sólo referimos dos que relatan los historiadores franciscanos sin entrar en pormenores.
Una pobre mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en la cara, que quedó tendida en el camino como muerta. Sus parientes, que acudieron prestos a socorrerla, invocaron confiados a fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la herida.
El segundo milagro lo realizó a favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea de acercarse al sepulcro del santo, apoyó en él la cabeza y quedó instantáneamente curado.
El papa Clemente XIV aprobó, el 18 de agosto de 1770, el culto que desde largo tiempo atrás se le tributaba. Celebrase la fiesta el 14 de agosto.
Tomado de http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=43140
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