Victoria Díez y Bustos de Molina, Beata
Victoria solo vivió 33 años pero su vida fué
grande. Se hizo maestra y ejerció siempre de guía, en
la cabecera de la marcha. Creyó ten fuerte que nunca
pudo negarlo. Pidió "precio" por la fe de un pueblo
y lo pagó con la vida. Su corta biografía es
hoy un verdadero testimonio que la prolonga en el tiempo.
Los primeros años de la vida de Victoria transcurren en el seno de una familia sencilla y creyente de la Andalucía de primeros de siglo. Su padre, José Díez Moreno es gatidano, escribiente y apoderado de una casa comercial de Sevilla. Su madre, Victoria Bustos de Molina trabaja en casa como buena parte de las mujeres de entonces. Ambos ponen toda su atención e interés en la formación de su hija única, en la que pronto destacan cualidades hondas, que los años irán perfilando cada vez más.
Victoria es una joven inquieta, morena; tímida y frágil. De poca estatura externa y en su interior la pequeñez de los grandes, la fortaleza de quien se ha fiado de un solo Señor. Sobresale en ella su prematura capacidad de entrega a los demás y una especial sintonía con cualquier manifestación de fe. Posee asímismo notables cualidades artísticas que la llevarán a estudiar seis años en la Escuela de Artes y Oficios de Sevilla. Pero Victoria es, sobre todo, maestra, y así le gustaba a ella que la llamaran; esta vocación la descubre cuando en 1923 termina su carrera docente, con brillantes calificaciones.
En 1925 conoce la Institución Teresiana y reconoce en ella su propio lugar en la vida. Una especie de destino profético la impulsa a una entrega sin límites. La propuesta de Pedro Poveda, basada en la fuerza transformadora del creyente a través de su profesión, juntando "fe y vida", encaja con todas sus aspiraciones. La mediación educativa en todas sus manifestaciones era la clave de la misión de aquella Institución y dicho planteamiento atraerá de forma definitiva a esta mujer de cualificada vocación docente. Un año más tarde, en 1926, formará parte de la Asociación de Poveda.
Pídeme Precio
Su primer nombramiento oficial en 1927, tras ganar las oposiciones correspondientes, es para un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz, Cheles; pero el verdadero "destino" de Victoria está en Hornachuelos, lugar serrano de Córdoba donde permanecerá desde el año 28 hasta el final de sus días, en agosto del 36. Es un pueblo claro y blanqueado que se extiende en la falda de Sierra Morena como un pañuelo al sol. Al verlo a distancia la joven maestra siente el deseo de conocerlo a fondo, de entrañarse con su gente, de hacerse para todos, y lo exterioriza en una frase que ha quedado definitivamente escrita en la historia de su corta vida: "Señor, pídeme precio". Nada la detendría.
Durante su estancia en Hornachuelos, donde permanecerá ocho años, Victoria desarrolla una intensa actividad de servicio de la Iglesia y de la sociedad local, además de sus tareas específicas como docente. Impulsa la Acción Católica, organiza cursos nocturnos para mujeres trabajadoras, ayuda a las familias necesitadas y pone en marcha la catequesis infantil, que continuará impartiendo cuando se prohíbe a los maestros dar clases de religión. Al mismo tiempo, ejerce sus funciones como Presidenta del Consejo Local del Pueblo.
Pero si conquistó enseguida aquella pequeña sociedad de Hornachuelos no fué precisamente por su brillantez ni por todo lo que "hizo", con ser mucho, por ampliar las posibilidades humanas del entorno. Ya había dicho Pedro Poveda -ella lo sabía bien- que los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles porque sin deslumbrar alumbran, esto es, por sus frutos, por su forma de situarse y compartir la vida. Esta fué la gracia de Victoria en lo que serían sus últimos ocho años: llevar hasta el extremo el "reto del dar"; allanar caminos, implicarse en las necesidades, sobre todo de los más humildes, contagiar la fe que lleva a flor de piel, hablar sin miedo.
Digna seguidora de Pedro Poveda, acierta a ver el valor de lo sencillo, la grandeza de lo pequeño, que "no hay que ser rico para dar", y desde esta clave favorecer todo aquello que potencia la vida.
Victoria encarna perfectamente el tipo de persona de el Fundador quiso para la Institución Teresiana, con "un exterior común y singularísima por dentro". Ella, desde luego, lo era porque en aquella muchacha aparentemente débil había mucha "victoria".
Animo, adelante
El día veinte de julio de 1936, recién estallada la guerra civil española, arrestaron al párroco de Hornachuelos con quien Victoria había colaborado intensamente en tareas de la iglesia local. El 11 de agosto era requerida a prestar declaración ante el Comité.
En la madrugada del día 12 Victoria fué conducida junto con 17 hombres más a las afueras del pueblo para emprender una marcha de 12 kilómetros sin vuelta posible, y tal vez sea este camino el que la convierte en una mujer excepcional. Ahora no es ya solo la maestra buena, suave y disponible; ahora es una mujer de fe, que marcha con la fuerza del convencido, que sabe cargar con los miedos propios y ajenos, dando valor al grupo: "ánimo", es su palabra más repetida.
"Animo, adelante". En alguna ocasión ella había escrito: "si es preciso dar la vida para identificarse con Cristo, desde hoy dejo de existir...". "Si hay que morir se muere", había afirmado Pedro Poveda.
Estas palabras se cargan ahora de fuerza testimonial porque quien las pronunció también las hizo vida en su propia carne. Victoria sabía que "creer bien y enmudecer no es posible", y ella creyó hasta el límite de dar la vida. Y la entregó aquella madrugada del 12 de agosto, después de haber recorrido el último tramo a pie, entre hombres, compartiendo su misma suerte, como había vivido siempre.
Fue beatificada el 10 de octubre de 1993 por S.S. Juan Pablo II.
Los primeros años de la vida de Victoria transcurren en el seno de una familia sencilla y creyente de la Andalucía de primeros de siglo. Su padre, José Díez Moreno es gatidano, escribiente y apoderado de una casa comercial de Sevilla. Su madre, Victoria Bustos de Molina trabaja en casa como buena parte de las mujeres de entonces. Ambos ponen toda su atención e interés en la formación de su hija única, en la que pronto destacan cualidades hondas, que los años irán perfilando cada vez más.
Victoria es una joven inquieta, morena; tímida y frágil. De poca estatura externa y en su interior la pequeñez de los grandes, la fortaleza de quien se ha fiado de un solo Señor. Sobresale en ella su prematura capacidad de entrega a los demás y una especial sintonía con cualquier manifestación de fe. Posee asímismo notables cualidades artísticas que la llevarán a estudiar seis años en la Escuela de Artes y Oficios de Sevilla. Pero Victoria es, sobre todo, maestra, y así le gustaba a ella que la llamaran; esta vocación la descubre cuando en 1923 termina su carrera docente, con brillantes calificaciones.
En 1925 conoce la Institución Teresiana y reconoce en ella su propio lugar en la vida. Una especie de destino profético la impulsa a una entrega sin límites. La propuesta de Pedro Poveda, basada en la fuerza transformadora del creyente a través de su profesión, juntando "fe y vida", encaja con todas sus aspiraciones. La mediación educativa en todas sus manifestaciones era la clave de la misión de aquella Institución y dicho planteamiento atraerá de forma definitiva a esta mujer de cualificada vocación docente. Un año más tarde, en 1926, formará parte de la Asociación de Poveda.
Pídeme Precio
Su primer nombramiento oficial en 1927, tras ganar las oposiciones correspondientes, es para un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz, Cheles; pero el verdadero "destino" de Victoria está en Hornachuelos, lugar serrano de Córdoba donde permanecerá desde el año 28 hasta el final de sus días, en agosto del 36. Es un pueblo claro y blanqueado que se extiende en la falda de Sierra Morena como un pañuelo al sol. Al verlo a distancia la joven maestra siente el deseo de conocerlo a fondo, de entrañarse con su gente, de hacerse para todos, y lo exterioriza en una frase que ha quedado definitivamente escrita en la historia de su corta vida: "Señor, pídeme precio". Nada la detendría.
Durante su estancia en Hornachuelos, donde permanecerá ocho años, Victoria desarrolla una intensa actividad de servicio de la Iglesia y de la sociedad local, además de sus tareas específicas como docente. Impulsa la Acción Católica, organiza cursos nocturnos para mujeres trabajadoras, ayuda a las familias necesitadas y pone en marcha la catequesis infantil, que continuará impartiendo cuando se prohíbe a los maestros dar clases de religión. Al mismo tiempo, ejerce sus funciones como Presidenta del Consejo Local del Pueblo.
Pero si conquistó enseguida aquella pequeña sociedad de Hornachuelos no fué precisamente por su brillantez ni por todo lo que "hizo", con ser mucho, por ampliar las posibilidades humanas del entorno. Ya había dicho Pedro Poveda -ella lo sabía bien- que los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles porque sin deslumbrar alumbran, esto es, por sus frutos, por su forma de situarse y compartir la vida. Esta fué la gracia de Victoria en lo que serían sus últimos ocho años: llevar hasta el extremo el "reto del dar"; allanar caminos, implicarse en las necesidades, sobre todo de los más humildes, contagiar la fe que lleva a flor de piel, hablar sin miedo.
Digna seguidora de Pedro Poveda, acierta a ver el valor de lo sencillo, la grandeza de lo pequeño, que "no hay que ser rico para dar", y desde esta clave favorecer todo aquello que potencia la vida.
Victoria encarna perfectamente el tipo de persona de el Fundador quiso para la Institución Teresiana, con "un exterior común y singularísima por dentro". Ella, desde luego, lo era porque en aquella muchacha aparentemente débil había mucha "victoria".
Animo, adelante
El día veinte de julio de 1936, recién estallada la guerra civil española, arrestaron al párroco de Hornachuelos con quien Victoria había colaborado intensamente en tareas de la iglesia local. El 11 de agosto era requerida a prestar declaración ante el Comité.
En la madrugada del día 12 Victoria fué conducida junto con 17 hombres más a las afueras del pueblo para emprender una marcha de 12 kilómetros sin vuelta posible, y tal vez sea este camino el que la convierte en una mujer excepcional. Ahora no es ya solo la maestra buena, suave y disponible; ahora es una mujer de fe, que marcha con la fuerza del convencido, que sabe cargar con los miedos propios y ajenos, dando valor al grupo: "ánimo", es su palabra más repetida.
"Animo, adelante". En alguna ocasión ella había escrito: "si es preciso dar la vida para identificarse con Cristo, desde hoy dejo de existir...". "Si hay que morir se muere", había afirmado Pedro Poveda.
Estas palabras se cargan ahora de fuerza testimonial porque quien las pronunció también las hizo vida en su propia carne. Victoria sabía que "creer bien y enmudecer no es posible", y ella creyó hasta el límite de dar la vida. Y la entregó aquella madrugada del 12 de agosto, después de haber recorrido el último tramo a pie, entre hombres, compartiendo su misma suerte, como había vivido siempre.
Fue beatificada el 10 de octubre de 1993 por S.S. Juan Pablo II.
Tomado de Catholic.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario