Gaspar de Bono, Beato
Fueron sus padres modestos artesanos: Juan, francés, e
Isabel, de la villa de Cervera, en el antiguo reino
valenciano, en cuya capital se establecieron como tejedores de lino.
El Señor bendijo este matrimonio ejemplar dándoles cuatro hijos: Isabel,
Gaspar, Juan y Mateo.
Gaspar vino al mundo el día 5 de enero de 1530 y recibió este nombre en veneración de uno de los Santos Reyes, por haber nacido en la víspera de su fiesta. Vivía el matrimonio con escasez. Y aun la escasez se trocó en pobreza angustiosa cuando la madre, todavía joven, quedó completamente ciega y no pudo ayudar al esposo en los telares. Tampoco Juan se bastaba por sí solo para atender al pesado oficio. Vendió, pues, aquellos instrumentos de su ocupación diaria, dejó la casa porque ya no la necesitaba tan grande, y se puso a ganar el pan afilando cuchillos y vendiendo juguetes de poco valor; le bastaban unas cañas y unos pedazos de papel para fabricar molinillos de viento. Contaba Gaspar entonces unos tres años.
En Valencia, como en todas las partes de la cristiandad europea, se mezclaban en extraña proporción la fe viva y la gloriosa piedad medieval con las pecaminosas corrientes derivadas del Humanismo y del Renacimiento.
La palpitación que despertó en todas partes San Vicente Ferrer en el paso del siglo XIV al XV quedó también de manera poderosa en su patria chica. Concretamente la adivinamos en los infantiles entretenimientos de Gaspar. No sólo se complacía en cantar la salve, vestir de flores arrayanes una cruz y dar otras muestras de su piedad, sino que en plena calle organizaba procesiones con sus amiguitos, para remedar las de los disciplinantes, al menos en el canto doloroso del estribillo vicentino "¡Señor, verdadero Dios, misericordia!", llevando luces de candelillas y cantando las letanías. Pusiéronle sus padres a los diez años en casa de un rico mercader, pero a Gaspar no le llenaba aquel oficio, cuando empezó a sentir el anhelo de cosas más altas: quería ser sacerdote. Y no vio otro camino posible ni mejor que el claustro. Y hasta le pareció fácil, porque otro criado mayor de la misma casa, que andaba con idénticos proyectos y sabía el latín, se ofreció a enseñarle esta lengua.
Gaspar entraba de allí a poco en el convento de dominicos de la ciudad. Bien es verdad que, recapacitando la mucha pobreza de su casa, tuvo que desandar el noble camino y volver al antiguo empleo.
Llegó de esta manera hasta los veinte años, y, aunque su dueño le quería bien y le ayudaba a sustentar a sus ancianos padres, Gaspar, en busca de más propicia fortuna, se alistó en el ejército de Carlos V. Quizá le moviese a ello un sentimiento de inferioridad que le apartaba de buscar el anhelado sacerdocio, pues era balbuciente y tartamudo. En el ejercicio de las armas transcurrieron ocho o diez años, sin ascenso ni esperanzas de prosperidad. No tenemos noticias de encuentros, batallas, sitios, asalto y defensa de fortalezas en las que tomara parte señalada. ¿Fueron para él aquellos años completamente grises? Más adelante dirá que, hallándose en este género de vida (más apto para la distracción que para las virtudes), se complacía en repetir, a tiempo y a destiempo, la jaculatoria tan valenciana: "Jesús, María, José"; asimismo profesaba devoción a San Valero (titular de una de las parroquias de Valencia) porque fue tartamudo; rezaba diariamente el oficio, rosario y letanía de Nuestra Señora; frecuentaba templos y lugares píos, y "de mi pobreza —añade— no dejaba de dar limosna a los pobres, aunque faltase a mi sustento". Indudablemente, era también militar a lo divino y en estos campos de la vida interior debería desplegar sus dotes y recursos de combate y estrategia, buscando la santidad a toda costa, con brillante éxito y guiando a otros.
La ocasión para cambiar de banderas le llegó por el duro camino del fracaso material. Sucedió que él, con algunas unidades de su escuadrón de caballería, tuvo que hostigar al enemigo sólo con finalidad de descubierta: mas éste respondió con tan fiero empuje que Gaspar y los suyos retrocedieron en confuso desorden. El mismo Gaspar cayó en un pozo seco, quedando oprimido por su cabalgadura; los enemigos vinieron sobre él, y, después de abrirle la cabeza a golpes de pica o alabarda, le dejaron por muerto. En aquella terrible angustia invocó a sus santos patronos y a la Virgen de los Desamparados, prometiendo ingresar en la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula si salía con vida. Pudo cumplir el voto. Experimentado ya en la pobreza y en los trabajos de ella, no le resultaba áspero seguir las reglas del severo instituto: perpetua abstinencia de carnes, de huevos y lacticinios, coro a medianoche y otras penitencias.
Gaspar vino al mundo el día 5 de enero de 1530 y recibió este nombre en veneración de uno de los Santos Reyes, por haber nacido en la víspera de su fiesta. Vivía el matrimonio con escasez. Y aun la escasez se trocó en pobreza angustiosa cuando la madre, todavía joven, quedó completamente ciega y no pudo ayudar al esposo en los telares. Tampoco Juan se bastaba por sí solo para atender al pesado oficio. Vendió, pues, aquellos instrumentos de su ocupación diaria, dejó la casa porque ya no la necesitaba tan grande, y se puso a ganar el pan afilando cuchillos y vendiendo juguetes de poco valor; le bastaban unas cañas y unos pedazos de papel para fabricar molinillos de viento. Contaba Gaspar entonces unos tres años.
En Valencia, como en todas las partes de la cristiandad europea, se mezclaban en extraña proporción la fe viva y la gloriosa piedad medieval con las pecaminosas corrientes derivadas del Humanismo y del Renacimiento.
La palpitación que despertó en todas partes San Vicente Ferrer en el paso del siglo XIV al XV quedó también de manera poderosa en su patria chica. Concretamente la adivinamos en los infantiles entretenimientos de Gaspar. No sólo se complacía en cantar la salve, vestir de flores arrayanes una cruz y dar otras muestras de su piedad, sino que en plena calle organizaba procesiones con sus amiguitos, para remedar las de los disciplinantes, al menos en el canto doloroso del estribillo vicentino "¡Señor, verdadero Dios, misericordia!", llevando luces de candelillas y cantando las letanías. Pusiéronle sus padres a los diez años en casa de un rico mercader, pero a Gaspar no le llenaba aquel oficio, cuando empezó a sentir el anhelo de cosas más altas: quería ser sacerdote. Y no vio otro camino posible ni mejor que el claustro. Y hasta le pareció fácil, porque otro criado mayor de la misma casa, que andaba con idénticos proyectos y sabía el latín, se ofreció a enseñarle esta lengua.
Gaspar entraba de allí a poco en el convento de dominicos de la ciudad. Bien es verdad que, recapacitando la mucha pobreza de su casa, tuvo que desandar el noble camino y volver al antiguo empleo.
Llegó de esta manera hasta los veinte años, y, aunque su dueño le quería bien y le ayudaba a sustentar a sus ancianos padres, Gaspar, en busca de más propicia fortuna, se alistó en el ejército de Carlos V. Quizá le moviese a ello un sentimiento de inferioridad que le apartaba de buscar el anhelado sacerdocio, pues era balbuciente y tartamudo. En el ejercicio de las armas transcurrieron ocho o diez años, sin ascenso ni esperanzas de prosperidad. No tenemos noticias de encuentros, batallas, sitios, asalto y defensa de fortalezas en las que tomara parte señalada. ¿Fueron para él aquellos años completamente grises? Más adelante dirá que, hallándose en este género de vida (más apto para la distracción que para las virtudes), se complacía en repetir, a tiempo y a destiempo, la jaculatoria tan valenciana: "Jesús, María, José"; asimismo profesaba devoción a San Valero (titular de una de las parroquias de Valencia) porque fue tartamudo; rezaba diariamente el oficio, rosario y letanía de Nuestra Señora; frecuentaba templos y lugares píos, y "de mi pobreza —añade— no dejaba de dar limosna a los pobres, aunque faltase a mi sustento". Indudablemente, era también militar a lo divino y en estos campos de la vida interior debería desplegar sus dotes y recursos de combate y estrategia, buscando la santidad a toda costa, con brillante éxito y guiando a otros.
La ocasión para cambiar de banderas le llegó por el duro camino del fracaso material. Sucedió que él, con algunas unidades de su escuadrón de caballería, tuvo que hostigar al enemigo sólo con finalidad de descubierta: mas éste respondió con tan fiero empuje que Gaspar y los suyos retrocedieron en confuso desorden. El mismo Gaspar cayó en un pozo seco, quedando oprimido por su cabalgadura; los enemigos vinieron sobre él, y, después de abrirle la cabeza a golpes de pica o alabarda, le dejaron por muerto. En aquella terrible angustia invocó a sus santos patronos y a la Virgen de los Desamparados, prometiendo ingresar en la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula si salía con vida. Pudo cumplir el voto. Experimentado ya en la pobreza y en los trabajos de ella, no le resultaba áspero seguir las reglas del severo instituto: perpetua abstinencia de carnes, de huevos y lacticinios, coro a medianoche y otras penitencias.
En el seguimiento de la pobreza fue no
menos admirable. Por intervención del Beato Juan de Ribera, a
la sazón arzobispo de Valencia, el padre Gaspar fue elegido
provincial. Y si aceptó el cargo a pesar de todas
las razones que pudo discurrir su humildad, en la pobreza
no toleró interpretaciones contrarias a aquella virtud. "Ea, padre, reciba
este tintero nuevo, que cierto es vergüenza que en la
mesa de un provincial haya este otro", decíale el padre
corrector. A lo que el siervo de Dios contestó: "¡Ah
Jesús, María, José! ¿Para qué esta novedad de traerme tintero
nuevo? Váyase con su tintero, padre corrector, que yo me
hallo bien con este pobrecito, porque ha muchos años que
somos amigos."
Si pasaba junto a los muros de la catedral de Valencia, no podía menos de entrar a postrarse en la capilla de San Francisco de Borja, donde se veneraba una imagen de Santa Inés, pintura sobre tabla de Juan de Juanes, que aún se conserva. Allí, escribe un biógrafo, hacía tan fervorosa oración que bien lo manifestaba su alegre y festivo semblante. Al salir decía al religioso compañero: "Hermano, ¿no ve en el retablo de Santa Inés, cómo aquel santo clérigo (el Venerable Agnesio) pone un anillo en el dedo de la Santa? Pues sepa que es voz pública que le fue tan devoto que un día mereció que se le apareciese la Santa, y, después de haber pasado entre los dos una plática dulcísima, le admitió por su esposo espiritual, y él le dio por arras aquel anillo."
Siempre conservó las tradicionales devociones que aprendió de sus padres. Los frailes le veían cantar de rodillas y de memoria los gozos de San Vicente Ferrer en su lengua materna.
Murió el 14 de julio de 1604 y fue beatificado el 17 de septiembre de 1786 por S.S. Pío VI.
En el alma del Beato Gaspar se funden admirablemente los ideales propios de aquellos siglos, cuando los hombres cifraban su ambición en una de estas dos arduas metas: ser guerrero o ser monje; triunfador terreno o santo. También para la generación presente tiene una enseñanza el Beato Gaspar, puesto que en él se cumple la bella sentencia de San Francisco de Sales: "Todos nosotros podemos alcanzar la santidad y la virtud cristiana, cualesquiera que sean nuestra profesión o posición social", según volvió a recordar el papa Juan XXIII en la canonización de otro santo de extracción humilde a los ojos de los hombres: Carlos de Sezze, franciscano.
Si pasaba junto a los muros de la catedral de Valencia, no podía menos de entrar a postrarse en la capilla de San Francisco de Borja, donde se veneraba una imagen de Santa Inés, pintura sobre tabla de Juan de Juanes, que aún se conserva. Allí, escribe un biógrafo, hacía tan fervorosa oración que bien lo manifestaba su alegre y festivo semblante. Al salir decía al religioso compañero: "Hermano, ¿no ve en el retablo de Santa Inés, cómo aquel santo clérigo (el Venerable Agnesio) pone un anillo en el dedo de la Santa? Pues sepa que es voz pública que le fue tan devoto que un día mereció que se le apareciese la Santa, y, después de haber pasado entre los dos una plática dulcísima, le admitió por su esposo espiritual, y él le dio por arras aquel anillo."
Siempre conservó las tradicionales devociones que aprendió de sus padres. Los frailes le veían cantar de rodillas y de memoria los gozos de San Vicente Ferrer en su lengua materna.
Murió el 14 de julio de 1604 y fue beatificado el 17 de septiembre de 1786 por S.S. Pío VI.
En el alma del Beato Gaspar se funden admirablemente los ideales propios de aquellos siglos, cuando los hombres cifraban su ambición en una de estas dos arduas metas: ser guerrero o ser monje; triunfador terreno o santo. También para la generación presente tiene una enseñanza el Beato Gaspar, puesto que en él se cumple la bella sentencia de San Francisco de Sales: "Todos nosotros podemos alcanzar la santidad y la virtud cristiana, cualesquiera que sean nuestra profesión o posición social", según volvió a recordar el papa Juan XXIII en la canonización de otro santo de extracción humilde a los ojos de los hombres: Carlos de Sezze, franciscano.
Tomado de Catholic.net
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