María Magdalena Martinengo, Beata
Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
¡La condesita de Martinengo!... Frágil belleza de pocos años, cutis de cera, hermosa y débil como una flor, inocente como un ángel. Su vida es un soplo, su voz un suspiro, y en sus cabellos el oro y la seda se disputaban la primacía.
No le pidáis a la condesita grandes proezas: es bella, pero no es valiente; más bien un poco asustadiza y ruborosa.
Su cabecita rubia es un nido de dolores; sus vestidos, con cruel elegancia, ocultan un pobre cuerpo enfermizo; su corazón palpita a saltos desiguales, como pajarillo prisionero. ¡Pobre Margarita, cuán cerca de tu cuna debe de estar tu sepulcro!
Nadie hubiera tenido valor para pronosticar otra cosa de aquella niña que parecía vivir de milagro. Pero dejemos correr unos pocos años, y llamemos a la puerta del convento de las capuchinas de Brescia; preguntemos por ella. Nos dirán que ni San Pedro de Alcántara -el hombre que parecía hecho de raíces de árboles-, ni los penitentes de la Tebaida, ni cuantos ascetas en el mundo han sido, pueden compararse, en rigores y penitencias, con la débil condesita de Martinengo; nos contarán su intrépida virtud, su amor ilimitado a Dios, su heroísmo perpetuo; y nos quedaremos admirados y perplejos, sin acertar con la causa de cambio tan radical. Pero las breves páginas de esta historia nos aclararán el misterio.
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