María Anna Blondin, Beata
La actitud de Madre Marie-Anne frente a las
situaciones injustas, siendo ella víctima de ellas, nos permite descubrir
el sentido evangélico que ella supo dar a los acontecimientos
de su vida. Como Cristo apasionado por la gloria de
su Padre, ella no buscó otra cosa en todo que
la gloria de Dios, lo que es el fin de
su Comunidad. “Dar a conocer el Buen Dios a los
jóvenes que no tenían la felicidad de conocerle” era para
ella el medio privilegiado de trabajar a la gloria de
Dios. Despojada de sus más legítimos derechos, espoliada de su
correspondencia personal con su Obispo, ella cede todo sin resistencia,
esperando de Dios el desenlace de todo, sabiendo que Él
“en su Sabiduría sabrá discernir lo verdadero de lo falso
y recompensar a cada uno según sus obras”.
Las Autoridades que le sucedieron prohibieron llamarla Madre. Madre Marie-Anne no se aferra celosamente a su título de Fundadora. Mas bien, acepta su anonadamiento como Jesús “su Amor crucificado”, a fin de que viva su Comunidad. Sin embargo, no abdica su vocación de “madre espiritual” de su Congregación; se ofrece a Dios “para expiar el mal cometido en su Comunidad; todo los días, pide a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas”.
Al igual que todo profeta investido por una misión en favor de los suyos, Madre Marie-Anne vivió la persecución, perdonando sin restricción, pues estaba convencida que “hay más felicidad en perdonar que en vengarse”. Este perdón evangélico era para ella la garantía de “la paz del alma” que ella consideraba como "el más precioso bien". Dió un último testimonio de eso en su lecho de agonía cuando pidió a su superiora llamar al Padre Maréchal “para edificar a las Hermanas”.
Frente a la muerte, Madre Marie-Anne deja a sus hijas a manera de testamento espiritual, estas palabras que resumen su vida: “Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra”. Entonces se apagó apaciblemente en la Casa madre de Lachine, el 2 de enero de 1890, “feliz de irse donde el Buen Dios” que ella había servido toda su vida.
Las Autoridades que le sucedieron prohibieron llamarla Madre. Madre Marie-Anne no se aferra celosamente a su título de Fundadora. Mas bien, acepta su anonadamiento como Jesús “su Amor crucificado”, a fin de que viva su Comunidad. Sin embargo, no abdica su vocación de “madre espiritual” de su Congregación; se ofrece a Dios “para expiar el mal cometido en su Comunidad; todo los días, pide a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas”.
Al igual que todo profeta investido por una misión en favor de los suyos, Madre Marie-Anne vivió la persecución, perdonando sin restricción, pues estaba convencida que “hay más felicidad en perdonar que en vengarse”. Este perdón evangélico era para ella la garantía de “la paz del alma” que ella consideraba como "el más precioso bien". Dió un último testimonio de eso en su lecho de agonía cuando pidió a su superiora llamar al Padre Maréchal “para edificar a las Hermanas”.
Frente a la muerte, Madre Marie-Anne deja a sus hijas a manera de testamento espiritual, estas palabras que resumen su vida: “Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra”. Entonces se apagó apaciblemente en la Casa madre de Lachine, el 2 de enero de 1890, “feliz de irse donde el Buen Dios” que ella había servido toda su vida.
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