Andrés (Alfredo) Bessette, Santo
Una vez admitido oficialmente en la
congregación, fray Andrés continúa sirviendo como portero del Colegio de
Nuestra Señora, cerca de Mont-Royal. Al final de su vida,
dirá con humor: «Al acabar el noviciado, los superiores me
dejaron en la puerta... Allí me quedé cuarenta años, sin
irme». La mayor parte de sus jornadas las pasa en
una consergería estrecha, con una mesa, algunas sillas y un
banco como único mobiliario. Siempre está allí, atento a las
necesidades de todos, sonriente y servicial. Pero su tarea no
resulta fácil. Están llamando a la puerta continuamente y el
fraile recibe a los visitantes, los acompaña hasta el locutorio,
corre luego a buscar al religioso o al alumno correspondiente.
A veces le tratan con aspereza, pues el religioso al
que buscan no está disponible, y en ocasiones la visita
se va dando un portazo. Semejantes disgustos le producen a
veces impaciencias, de las que se arrepiente enseguida amargamente. Durante
la noche, cuando cesa el ajetreo, se dedica al penoso
trabajo de mantenimiento del suelo de los locutorios y de
los pasillos. Hasta bien tarde está arrodillado, lavando, encerando y
sacando brillo, a la luz de una vela. Una vez
terminado el trabajo, se cuela en la capilla y cae
de rodillas ante la estatua de san José, y después,
delante del altar, se entrega a una extensa plegaria.
Fray Andrés ejerce también las tareas de lavandería, así como de enfermero y de peluquero, y además tiene tiempo de conversar amistosamente con los alumnos, ayudándoles en su vida espiritual. Cuando alguna vez consigue que le sustituyan en la portería, su mayor alegría consiste en trepar por entre las zarzas hacia la cercana colina de Mont-Royal, donde, en medio de una profunda oración, se entrega en lo más hondo de su corazón a un diálogo secreto con san José. Después de bajar del montículo, reanuda su trabajo con gran fidelidad a su deber de estado, como si nada. Su humildad consiste en aceptar estar donde Dios lo ha situado, cumpliendo con su banal tarea, a imitación de san José.
«San José –decía el papa Pablo VI– se nos presenta bajo las apariencias más insospechadas. Podríamos imaginárnoslo como un hombre poderoso o como un profeta... Pero no, se trata de alguien de lo más normal, modesto y humilde... Nos encontramos en el umbral de una paupérrima tienda artesanal de Nazaret. Estamos ante José, que si bien es verdad que pertenece al linaje de David, ello no supone ningún título ni motivo de gloria... Sin embargo, en nuestro humilde y modesto personaje podemos adivinar una asombrosa docilidad, una prontitud extraordinaria de obediencia y de ejecución. Él no discute, no duda, no esgrime derechos o aspiraciones... Su cometido consiste en educar al Mesías para el trabajo y para las experiencias de la vida. Él lo protegerá y tendrá la sublime prerrogativa –nada menos– que de tener que guiar, dirigir y ayudar al Redentor del mundo... ».
Fray Andrés ejerce también las tareas de lavandería, así como de enfermero y de peluquero, y además tiene tiempo de conversar amistosamente con los alumnos, ayudándoles en su vida espiritual. Cuando alguna vez consigue que le sustituyan en la portería, su mayor alegría consiste en trepar por entre las zarzas hacia la cercana colina de Mont-Royal, donde, en medio de una profunda oración, se entrega en lo más hondo de su corazón a un diálogo secreto con san José. Después de bajar del montículo, reanuda su trabajo con gran fidelidad a su deber de estado, como si nada. Su humildad consiste en aceptar estar donde Dios lo ha situado, cumpliendo con su banal tarea, a imitación de san José.
«San José –decía el papa Pablo VI– se nos presenta bajo las apariencias más insospechadas. Podríamos imaginárnoslo como un hombre poderoso o como un profeta... Pero no, se trata de alguien de lo más normal, modesto y humilde... Nos encontramos en el umbral de una paupérrima tienda artesanal de Nazaret. Estamos ante José, que si bien es verdad que pertenece al linaje de David, ello no supone ningún título ni motivo de gloria... Sin embargo, en nuestro humilde y modesto personaje podemos adivinar una asombrosa docilidad, una prontitud extraordinaria de obediencia y de ejecución. Él no discute, no duda, no esgrime derechos o aspiraciones... Su cometido consiste en educar al Mesías para el trabajo y para las experiencias de la vida. Él lo protegerá y tendrá la sublime prerrogativa –nada menos– que de tener que guiar, dirigir y ayudar al Redentor del mundo... ».
«De
ese modo, los grandes designios de Dios, las empresas providenciales
que el Señor propone a los destinos de los hombres
pueden coexistir con las condiciones más habituales de la vida
y apoyarse en ellas. Nadie queda excluido de la posibilidad
de cumplir, y a la perfección, el anhelo divino... Ninguna
vida resulta banal, mezquina, despreciable u olvidada. Por el hecho
mismo de respirar y de movernos en el mundo, somos
seres predestinados a algo grande: al Reino de Dios, a
las invitaciones de Dios, a la conversación con Él, a
la vida y a la sublimación con Él, hasta hacernos
«partícipes de la naturaleza divina» (cf. 2 P 1, 4)...
Quien sabe cumplir con los deberes de su estado, confiere
a toda su actividad una grandeza incomparable» (19 de marzo
de 1968).
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