lunes, 6 de enero de 2014

Santo del día...

Andrés (Alfredo) Bessette, Santo 
 Andrés (Alfredo) Bessette, Santo

 Una vez admitido oficialmente en la congregación, fray Andrés continúa sirviendo como portero del Colegio de Nuestra Señora, cerca de Mont-Royal. Al final de su vida, dirá con humor: «Al acabar el noviciado, los superiores me dejaron en la puerta... Allí me quedé cuarenta años, sin irme». La mayor parte de sus jornadas las pasa en una consergería estrecha, con una mesa, algunas sillas y un banco como único mobiliario. Siempre está allí, atento a las necesidades de todos, sonriente y servicial. Pero su tarea no resulta fácil. Están llamando a la puerta continuamente y el fraile recibe a los visitantes, los acompaña hasta el locutorio, corre luego a buscar al religioso o al alumno correspondiente. A veces le tratan con aspereza, pues el religioso al que buscan no está disponible, y en ocasiones la visita se va dando un portazo. Semejantes disgustos le producen a veces impaciencias, de las que se arrepiente enseguida amargamente. Durante la noche, cuando cesa el ajetreo, se dedica al penoso trabajo de mantenimiento del suelo de los locutorios y de los pasillos. Hasta bien tarde está arrodillado, lavando, encerando y sacando brillo, a la luz de una vela. Una vez terminado el trabajo, se cuela en la capilla y cae de rodillas ante la estatua de san José, y después, delante del altar, se entrega a una extensa plegaria.

Fray Andrés ejerce también las tareas de lavandería, así como de enfermero y de peluquero, y además tiene tiempo de conversar amistosamente con los alumnos, ayudándoles en su vida espiritual. Cuando alguna vez consigue que le sustituyan en la portería, su mayor alegría consiste en trepar por entre las zarzas hacia la cercana colina de Mont-Royal, donde, en medio de una profunda oración, se entrega en lo más hondo de su corazón a un diálogo secreto con san José. Después de bajar del montículo, reanuda su trabajo con gran fidelidad a su deber de estado, como si nada. Su humildad consiste en aceptar estar donde Dios lo ha situado, cumpliendo con su banal tarea, a imitación de san José.

«San José –decía el papa Pablo VI– se nos presenta bajo las apariencias más insospechadas. Podríamos imaginárnoslo como un hombre poderoso o como un profeta... Pero no, se trata de alguien de lo más normal, modesto y humilde... Nos encontramos en el umbral de una paupérrima tienda artesanal de Nazaret. Estamos ante José, que si bien es verdad que pertenece al linaje de David, ello no supone ningún título ni motivo de gloria... Sin embargo, en nuestro humilde y modesto personaje podemos adivinar una asombrosa docilidad, una prontitud extraordinaria de obediencia y de ejecución. Él no discute, no duda, no esgrime derechos o aspiraciones... Su cometido consiste en educar al Mesías para el trabajo y para las experiencias de la vida. Él lo protegerá y tendrá la sublime prerrogativa –nada menos– que de tener que guiar, dirigir y ayudar al Redentor del mundo... ».
 «De ese modo, los grandes designios de Dios, las empresas providenciales que el Señor propone a los destinos de los hombres pueden coexistir con las condiciones más habituales de la vida y apoyarse en ellas. Nadie queda excluido de la posibilidad de cumplir, y a la perfección, el anhelo divino... Ninguna vida resulta banal, mezquina, despreciable u olvidada. Por el hecho mismo de respirar y de movernos en el mundo, somos seres predestinados a algo grande: al Reino de Dios, a las invitaciones de Dios, a la conversación con Él, a la vida y a la sublimación con Él, hasta hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (cf. 2 P 1, 4)... Quien sabe cumplir con los deberes de su estado, confiere a toda su actividad una grandeza incomparable» (19 de marzo de 1968).

 

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